Sobre papel en blanco y manantiales
- Dulce Moctezuma
- 15 may 2020
- 4 Min. de lectura
3/08/2019 - Dulce Moctezuma
Tras ver el papel en blanco solo una pregunta ronda por mi mente.: “¿qué podría contarles?”. Fácilmente podría irme a lo básico y describir los sitios en los que he estado, las edificaciones que he admirado y a las personas que he conocido. Pero si algo he aprendido de estar lejos de casa, es no limitarme a la belleza de las cosas.
El mundo tiene un lado precioso, digno de admirar. El humano ha logrado crear toda clase de cosas que podría dejar hasta el más escéptico con la boca abierta: monumentos impresionantes, obras literarias que son capaces de crear un mundo paralelo tan vívido que cuestiona a la realidad misma, tradiciones con una riqueza cultural envidiable, etc. Pero todo este conjunto de cosas, si bien sirven para múltiples tareas, apreciaciones y sentidos, nunca captarán lo más preciado de esta experiencia.
Cuando me senté en la ventanilla de aquel avión que se dirigía a Madrid, no sabía (o tal vez, no quería saber) qué esperar. Estaba a punto de enfrentarme a un mundo completamente diferente, a una cotidianidad incierta que me revolvía el intestino. Pensé en mi familia, mis amigos, mi pareja, mi perro. Pensé en mi cotidianidad de aquel entonces, mi rutina de la mañana, la sensación de mi cuerpo al despertarse en el país que me vio nacer, el recibimiento de mi pequeño perro al llegar a casa después de un día extenuante, las risas y noches de fiesta con mis amigos, las pláticas interminables con mi pareja en el calor de su cama. Estaba a punto de renunciar a todo para rodearme de personas, cosas y situaciones completamente distintas, me lanzaba a un mar de imprecisiones, de dudas, de miedos. Y para poder enfrentarme a este mar, tendría que aprender a nadar, porque en aquel momento en donde mi pensamiento visualizaba todas las probabilidades, me sentía como un niño indefenso aprendiendo a caminar.
Entonces ahora la pregunta era ¿cómo voy a nadar en este mar de fluctuaciones, si ni siquiera he aprendido a caminar?
La respuesta no fue sencilla. Cuando llegué a Madrid, me percaté que el peso de mi equipaje era mayor a lo que mi cuerpo de 45 kg podía soportar. Con esfuerzos, busqué el camino para llegar a la ciudad que iba a recibirme: Cuenca. No tengo palabras suficientes para describir este lugar. Cuenca fue (sigue siendo) el oasis, la isla perdida que buscaba en medio del mar. Su clima frío provocaba que mis huesos reclamaran el calor que encontraba en un café por la mañana, y sus calles silenciosas me obligaban a dejar que lo único que escuchara fueran mis pensamientos. Y es aquí en donde encontré respuesta a la primer pregunta. Lo que quiero contar sobre esta experiencia no es la belleza de mi entorno, sino la belleza que existió en mis más profundos pensamientos mientras intentaba comprender una sociedad que me parecía ajena.
Mientras pasaba el tiempo me adapté a España, al castellano y a los nuevos modismos. Los miedos ya no eran tantos, y cada vez la comunicación conmigo misma era más fluida, más amena. No tardé mucho en notar mis diferencias físicas con la mayoría de personas que caminaban por las calles. Mis ojos completamente obscuros, mi piel morena y mi pequeña estatura no eran nada similares a la complexión promedio española. Y fue ahí, en medio de esas comparaciones en donde encontré una gran admiración hacia lo que yo, como persona, significaba. Mi piel, mis rasgos, mi lenguaje repleto de modismos, mi escritura, mi voz, mi visión de mundo, todo ello era el resultado de una mezcla histórica de razas. El mestizaje en mi sangre me convertía en un eslabón histórico que juntaba a los únicos dos países en los que he vivido. Aprendí a amar mi pequeña nariz, mis ojos obscuros, mi piel morena y mis pensamientos. Comencé a agradecer todo aquello que hasta el momento había tenido oportunidad de vivir, todas las personas con las que había socializado, las dificultades que había tenido que atravesar.
He conocido a todo tipo de personajes: artistas incomprendidos, exóticos, pesimistas. Periodistas, fotógrafos, bailarines, investigadores, todos ellos con la maravillosa virtud de amar lo que hacen. Y después de diversas discusiones, tanto banales como intelectuales, tomaba un poco de estas personas para seguir en mi camino a evolucionar y pulir la imagen de mí, la imagen mestiza que conjuga no solo cuestiones físicas, sino personales. Con el conjunto de pensamientos, el conocimiento de nuevas culturas y costumbres, llegué a conclusiones que alguna vez había leído pero que nunca me había detenido a analizar. Y así como comencé a adorar mi mestizaje, comencé a adorar el mestizaje de ellos, de aquellos que me rodeaban. El mundo se volvió en un instante a lo que es: redondo. Las nacionalidades no eran más que etiquetas burocráticas y la división geográfica solo era un método humano de organización territorial, sin ninguna acepción ideológica.
Muchas veces los humanos nos empeñamos en creer una falsa superioridad conforme a nuestros semejantes. No existe peor error que el sesgo de una mente intolerante, en donde su discurso se empeña en la devaluación de la riqueza cultural. El ser humano tiene la capacidad de la empatía, el análisis y la decisión de libre pensamiento; por ello, aquello que alguna vez se llegó a sentir como un mar de incertidumbre, ahora parece un manantial de sabiduría que brota desde lo profundo de la tierra. Y ahora, desde este manantial puedo decir que la sensación de mis pies al caminar, la capacidad de mis oídos de escuchar, la belleza de la mirada a través de mis ojos y el poder de la palabra que se me ha sido concedida es, en realidad, la principal belleza que necesito para admirar al mundo que me rodea. En este manantial, tengo la capacidad de enraizar mis pies a la tierra y dejar a mi cuerpo ser y estar, sin prejuicios o estereotipos, en un mundo repleto de iguales.
Y ahora que el papel ya no está en blanco y mi tiempo en el manantial se agota, solo queda disfrutar del viento que cubre mi rostro, pues es el mismo que me une a ustedes, el mismo que compartimos y el mismo que nos da la hermosura de una vida.
Comments